Testimonio de una madre de un niño con altas capacidades

Autora Paulina Ontiveros

Confieso que escribir esto me ha costado más de lo que esperaba, porque me ha llevado a hacer una introspección y ha reconocer mis propios errores. Descubrí que me hijo tenía altas capacidades hasta que tenía 10 años y su evaluación fue casi por “accidente”. Siempre supe que era “diferente”, pero admito que escuché demasiadas voces que me decían “todos los papás piensan que sus hijos son especiales” y cosas por el estilo.

A pesar de todo, mi hijo, desde muy pequeño, fue un niño peculiar, y no solo por su delgada figura y sus enormes “ojos de plato”, con los que me hablaba. Cuando tenía solo dos meses de edad y lloraba desesperado por su biberón (dadas las circunstancias de su nacimiento, no pude amamantarlo), bastaba con que yo le hablara y le explicara que estaba preparándole su biberón, en ese momento dejaba de llorar y me observaba como vertía el agua y luego la leche en polvo. Era claro que me entendía, sabía que debía esperar y lo hacía.

Comencé a leerle a los pocos meses de nacido, porque descubrí que era una manera en la que podía “tenerlo tranquilo”. Realmente parecía disfrutar que le leyera, se quedaba cayado y observando mientras yo lo hacía.

Cuando tenía que dejar de leerle para hacerme cargo de los quehaceres de la casa, comenzaba a llorar, como si algo le doliera. Procuraba mantenerlo cerca y explicarle que debía hacer la comida, pero seguía llorando, hasta que me sentaba a leerle o le proporcionara alguna actividad de su interés, que a los meses de nacido, eran muy pocas.

Conforme fue creciendo, se mostró siempre curioso, pero sobre todo, atento a todo lo que le rodeaba y lo que yo le decía, y además, extremadamente travieso. Siempre tenía energía, sin importar todas las actividades físicas que hiciera, siempre podía hacer más, como si nunca se cansara.

Dormir parecía poco necesario para él. Recuerdo conversar con otras mamás con hijos en cercanos a la edad del mío, y ya dormían 8 horas seguidas, algunos tomaban siesta durante el día ¡y mi hijo no! Sus primeros años, fueron agotadores para mí. Recuerdo que cuando cumplió un año, la pediatra me recomendó, que no durmiera durante el día, con la finalidad de que pudiera hacerlo mejor durante la noche, pero las cosas no mejoraron mucho…

Por lo regular dormía unas 3 o 4 horas, se despertaba “recargado” y luego de un buen rato, dormía quizá otras 3 horas, a veces 4. Hablar del tema fue exponerme a toda clase de consejos, sugerencias y también críticas, lo que terminó por darme un poco de pena y hacerme sentir inútil como madre. Intenté de todo, salíamos a caminar largas distancias, jugábamos fútbol, salíamos a pasear, yo terminaba agotada, pero él aún quería continuar.

Cuando cumplió 5 años, le regalamos un trampolín para navidad, y desde entonces ha pasado horas brincando, sin embargo, tampoco era suficiente.

A los 8 años, iba a clases de fútbol 3 veces por semana, a karate 2 veces por semana, baile folclórico 2 veces por semana, caminábamos unos 4 kilómetros (para llegar a sus clases y de regreso), brincaba en el trampolín y en el recreo de la escuela jugaba fútbol.

Con todo eso, no se cansaba… y aún tenía problemas para dormir 8 horas seguidas.

El orden siempre ha sido importante para mi hijo, le da seguridad, supongo. Eso sí, no es el orden que yo hubiera querido, de la casa limpia y todo recogido; más bien era un orden de clasificar.

Los objetos de la casa, sus juguetes, etcétera, él disfrutaba acomodándolos por colores, formas, tamaños, texturas, categorías y un sinfín de parámetros que en muchas ocasiones solo él entendía.

Durante sus primeros años, vivíamos en una casa cercana a un supermercado al que íbamos unas 2 o 3 veces por semana; a las empleadas les simpatizaba, porque desde que llegaba, se ponía a acomodar lo que encontraba fuera de su lugar, frutas, ropa, herramientas, de todo.

Era un poco extraño ver como disfrutaba hacerlo, y fue una de las primeras “señales” de que era “diferente” a otros niños de su edad.

Otro rasgo que me llamaba la atención (y con el que confieso, me arrepiento de no haber sido tolerante), era su intolerancia a algunas texturas en telas, en el suelo, en comidas.

Mostraba un desagrado (o fascinación) que parecía excesivo, y no es que hiciera berrinche, más bien era verlo sufrir (o disfrutar, según fuera el caso) de una forma demasiado clara, que no dejaba lugar a dudas de lo que estaba sintiendo y que cualquier otra persona que no lo conociera, podría juzgar la situación de MUY exagerada. Yo misma lo hice y lo forcé de muchas maneras a ser “flexible” y “tolerante”, para años después, darme cuenta de que la que estaba siendo intolerante a sus necesidades, era yo.

La “edad de los porqués”, dicen que es una etapa que dura alrededor de dos años, en mi caso, lleva 14.

Con la diferencia, claro está, de que a estas alturas ignoro la mayoría de las respuestas y lo acompaño a investigar sobre el tema en cuestión.

En fin, ver a mi hijo tan “peculiar” y yo tan incapaz de entender por qué, fue lo que me llevó a autodenominarme @MamáPseudonormal, aunque afortunadamente, ahora sé, que no lo soy tanto.

Atentamente:

Paulina Ontiveros Cabrera

Guadalajara, Jalisco, México a 11 de septiembre del 2021.

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